LAS RUINAS DE MI CASA
viernes, 6 de diciembre de 2013
sábado, 23 de noviembre de 2013
viernes, 22 de noviembre de 2013
jueves, 21 de noviembre de 2013
LAS RUINAS DE MI CASA
LAS RUINAS DE MI CASA
Como digo en
mis Recuerdos y Pensamientos
(Autobiografía), yo nací en Venta del
Obispo, Ávila España, el día 1 de octubre de 1937. En la primavera del 1939
falleció en Hoyocasero mi abuelo paterno Pelegrín y con este motivo mis padres
determinaron trasladar su residencia familiar
a Hoyocasero aún sin haber terminado la guerra civil. Primero alquilaron la casa de la señora “Franciscona”, ubicada en la parte sur de la
plaza a pocos metros de la misma. Mi padre,
por tanto, tenía que trasladarse todos los días a trabajar en el tramo de
carretera Venta Rasquilla – Caseta de Peñaparda a pocos metros de la Cueva del
Maragato. De aquella casa en Hoyocasero no queda nada original habiendo sido
transformada en una moderna vivienda funcional. Viviendo en esta casa mis
padres compraron una al otro lado de la Iglesia frente a la fuente del medio. De
ahí que familiarmente nos referimos a ella como a la “casa del medio”.
Probablemente fue esta una de las casas primitivas del pueblo ubicadas en torno
a la fuente. Pero su estado de conservación era muy malo por lo que antes de
trasladarse a vivir a ella tuvieron que hacer obras de restauración. Uno de mis
hermanos la heredó, la vendió y fue transformada también en una casa moderna y funcional como
la primera. Viviendo en esta casa tuvo lugar un acontecimiento importante y fue
que, además de nacer allí mi hermana María, mis padres compraron el complejo
residencial y comercial del señor Florencio Nieto a pocos metros de la Iglesia
en la parte sur. Dicho complejo/residencia comprendía la vivienda con un bello
jardín de entrada en el que había árboles frutales que daban frutas muy
variadas y de gran calidad. La otra parte del completo al sur estaba compuesto
por una cafetería, salón de baile y frontón de pelota vasca. Todo ello fue
arrendado después por dos años durante los cuales nos fuimos a vivir a la casa
de mis abuelos paternos en la parte noroeste del pueblo. De lo original de esta
casa no quedan ni rastros. La heredó un primo mío, la vendió después y fue
transformada de forma que ya resulta casi irreconocible para los que vivimos en
ella. Por fin regresamos definitivamente a la vivienda comprada al señor Nieto
y mis padres reanudaron la comercialización de la cafetería, el frontón de
pelota y el salón de baile. De aquí salí yo a los doce años de edad para
iniciar mi periplo existencial tal como queda descrito en mi obra antes
mencionada. Las fotografías que ilustran este relato reflejan de alguna manera
los lugares en que yo vine a la vida y se desarrolló mi infancia en la Venta
del Obispo y en Hoyocasero. O lo que es igual, el lugar donde nací y donde pací
durante mi niñez y adolescencia. Exactamente desde octubre de 1937 a septiembre
de 1950.
Pero hablando de las ruinas de las
casas de mi niñez e infancia me parece oportuno hacer unas reflexiones sobre
las ruinas de nuestros cuerpos mortales. Entramos corporalmente en la
existencia en el momento matemático de la singamia e instauración del código
genético de cada uno de nosotros. Pero dicho código tiene fecha biológica de
caducidad. No entraré aquí a explicar los avatares de ese código en desarrollo
y de las formas de favorecerlo o impedirlo por nuestra parte hasta que morimos.
Mi padre, que vivió 100 años largos,
no tenía estudios de genética ni de biología celular, pero sí una experiencia
de la vida envidiable. Nos encontrábamos los dos contemplando silenciosamente
el lindo paisaje natural de Baños de Montemayor, en la provincia de Cáceres,
España. Ante nosotros teníamos el hermoso edificio de una vieja Iglesia en
ruinas y mi padre rompió el silencio con estas palabras: “Todo se lo come el
tiempo”. Esta sentencia me recuerda el comentario del filósofo Xavier Zubiri a
la muerte de José Ortega y Gasset. Después de oír diversos comentarios de
circunstancia, el filósofo sentenció: “Los árboles grandes los abate el viento
y los chicos se los comen la cabras”. Todos, en efecto, nacemos con fecha de
caducidad corporal y no es cuestión de hacernos ilusiones con los progresos
científicos sobre los telómeros y la longevidad. Pero las cosas no acaban ahí y
esto es lo más importante. Cuanto más me acerco a mi fecha de caducidad en este
mundo terrenal más me convenzo de que existe una dimensión nueva de la
existencia humana fuera del tiempo, del espacio y de las leyes de la
corporeidad. El hecho de la resurrección de Cristo, en efecto, es un hecho
histórico que abre las puertas a la esperanza fascinante en un futuro fuera del
tiempo y del espacio mucho más bello e interesante que este que es devorado por
el tiempo.
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